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Edición Nº 8,844
Jueves 18 de abril de 2024
Viernes 19 de abril de 2024 - Río Grande, Tierra del Fuego - Argentina

   
24-04-2014
¿Qué es lo que vuelve?
(*) Columna de Opinión
(*) Columna de Opinión
Doctor Roberto Spratt.
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Simone Weil (1909-1943) era una pensadora de la izquierda francesa de muy corta pero intensa vida. De singular inteligencia, premiada como la mejor estudiante del Liceo Henrique IV (la segunda fue otra Simone, luego más famosa que ella, de Beauvoir); fue profesora de filosofía en distintas universidades francesas; enseñó matemáticas como simple docente y en 1934 decide abandonar todo y llevar una existencia obrera; trabajando en la categoría más baja en distintas fábricas. Reportera más tarde de la Guerra Civil española, siente la necesidad de un mayor compromiso con sus ideas e ingresa en la “Columna Durruti”, en filas republicanas. Reconoce no haber sido capaz de disparar un tiro, imposibilitada de representarse la idea de matar un semejante, donde veía un ser humano y no solamente “el enemigo capitalista”. Sufre la peor de las desilusiones en el frente, como testigo incómodo del intento de sus compañeros de armas de fusilar a un sacerdote, percibiendo luego que la suspensión de la ejecución la salva - posiblemente - de seguir la suerte del cura, porque no habría podido dejar de oponerse.
En Inglaterra, donde tiene que refugiarse por su condición de judía frente a la ocupación nazi, se niega a participar de la Resistencia, pero realiza acciones pasivas en ayuda de los franceses exilados. Su negación sistemática a comer más de lo que a ellos se les daba, la llevan a una anorexia que termina con su vida a los 34 años.
En el último tramo de su vida, profundiza en lo personal la búsqueda del ser, intentando saber “qué somos”, frente a un pensamiento general desorientado, del que no hemos salido. Muere después de un tiempo de conversión al catolicismo, que no lo entiende como cambio en la búsqueda del ser personal, sino que completaba lo que era.
En un loable compromiso de hacer pasable la enseñanza de las matemáticas, la joven docente sostenía en clase que cualquier comprensión del objeto que se nos ocurra, viene cuando se ha definido un equilibrio, encontrado sus límites y compensado las rupturas o excepciones a ese equilibrio. El equilibrio es una idea, un concepto que tenemos en la cabeza; equilibrio y límites (porque la compensación es resultado de lo primero) son los que nos posibilitan juzgar algo, saber si es bueno o si es malo, porque sin ellos el pensamiento se nos haría ingobernable.
La presencia del equilibrio en cada opinión o juicio no es parte de nuestra realidad cotidiana y esto no es grave, pero nos comienza a preocupar cuando se trata de cosas serias, como por ejemplo, la violencia extrema. En la vida política pero también en el ámbito más reservado y propio de nuestra conciencia, existe un blanco sobre esa violencia descontrolada, al menos desde que el hombre miró para otro lado mientras se gestaban las masacres de vidas humanas a mediados y fines del siglo pasado.
Desde ese momento sabemos con la certeza de los números que no es bueno que se esfumen límites, porque dan equilibrio y son la primera ley del mundo manifestado; la segunda ley, sostiene Weil, es la jerarquía, que posibilita que los valores se escalen. La gran mayoría de nosotros cree que la noción de valor es inseparable del pensar, que nos trasciende, por lo que no deberíamos preguntarnos cuánto vale la vida sino qué hacemos con ella. La vida que nos han dado tiene un precio, que no pagamos en la tierra; a veces se nos ofrece y naturalmente no sabemos qué hacer con ella; en otras nos equivocamos y disponemos de la vida –la nuestra y la de otros– como si fuera propia.
A nivel nacional estuvimos inmersos a comienzos del mes en un debate por causa de crímenes u homicidios, algunos concretados y otros no, en la vía pública. Ha sido una inédita experiencia de vivir la presencia de lo que somos capaces de hacer cuando tenemos miedo, odio o resentimiento, no importa qué; sólo un ciego de ocasión puede hablarnos de percepciones, de imágenes creadas por interés, de hechos que pasan en otro lado, cuando la violencia nos salpica alrededor de distintas maneras.
Un sector sensiblemente mayoritario, opina –por el contrario- que las carencias materiales y el temor por la inseguridad son causa, no justificada, de vecinos que deciden manchar con sangre sus manos y almas. Pero la sucesión de razones que dan al explicar esos crímenes tumultuosos, relativizan la condena inicial. No son excesos de legítima defensa, decirlo es ocultar lo que subyace en la respuesta, lo que no es dicho en palabras, porque sería un escándalo hacerlo, pero que en privado escuchamos un montón de veces.
Si no queremos saber por qué ocurren esos hechos, si no queremos vernos tal como somos –al menos– sabemos que no deseamos repetir lo que dejamos atrás en los años 70. Especular con la ruptura sirve políticamente para construir hegemonía, pero su tránsito es impredecible, no tiene retorno cuando uno vende el alma al diablo, como en el Fausto de Goethe. Sin equilibrio en el juicio no sabremos explicar lo que nos pasa, la razón de tanto odio, cómo evitar la lucha que es lo único que algunos saben hacer como política.
Lo cierto es que no imaginamos a vecinos convertidos mágicamente en criminales. Como deberían hacer siempre, el gobierno y la Justicia respondieron esgrimiendo la ley, y así también ocultan lo que no puede ser dicho; aseguran proceder con la mayor rigurosidad pero la realidad parece desmentirlos; se piensa que nadie va a ser condenado, porque desde Fuenteovejuna su autor es el pueblo. Nos olvidamos que no siempre ha sido así, que los denostados medios de comunicación son un espejo de la realidad que va contra cualquier discurso autoritario: el horror del ciudadano medio norteamericano y no la derrota militar fue la que sacó en los 60, a sus soldados de Vietnam; muy pocas imágenes filtradas y dos diarios contribuyeron a que cada padre y cada madre sintieran en su hogar, la necesidad de exigir el retiro de la barbarie que llevaron afuera. El pueblo alemán reaccionó cuando Hitler estableció la muerte por piedad, que decretaba la extinción de la vida a quién no podía subsistir sin ayuda externa, agrupando a los locos, los ancianos que necesitaban de auxilio, las bocas improductivas.
Frente a la caridad no hay patria, ideología ni honor que valga. Pero también es cierto que callaron con las leyes eugenésicas y siguieron en silencio un año después cuando se inició la “solución final”.
Parece ser que reaccionamos cuando a la víctima la sentimos cerca y no lo hacemos cuando es un extraño.
Por lo que esos hechos que ocurren en estos días deben ser juzgados, entender la reacción de cada uno y la presión de la masa, sin prejuicios de ningún orden. Hechos, más que palabras.
Uno intuye que ninguna de esas personas quiere ser un asesino; jurídicamente se tendrá que hacer un análisis que no me interesa al momento; pero sorprende de nuevo la falta correlato en el decir y el hacer: la exclusividad de la violencia hace un tiempo le es discutida al gobierno, desde que aceptó que alguna violencia no era necesariamente mala; más aún, que estaba justificada por la necesidad. Los totalitarismos del siglo pasado quisieron también recobrar la Justicia, legitimando acciones directas en manos populares, con el inevitable argumento de la necesidad. Luego viene el quiebre, que termina con las palabras, que deslumbra de horror ante la presencia de Auschwitz; pero vuelve, una y otra vez al principio del ciclo, para repetirlo, una y otra vez en distintos lugares.
No sé en qué lugar del proceso de disociación social estamos parados, no está a mi alcance saberlo, pero me parece útil que se piense en ello. Que no nos hablen de una violencia distinta ni hechos que no son similares a sus trágicos precedentes, porque nunca un momento es igual al otro y porque lo peor que podemos hacer es que nos vuelvan a distraer en la mirada. No sirve repartir culpas, a todos nos cansa y es demasiado mediocre jugar con el lenguaje y escaparse.
Me parece en cambio que sería útil retomar el equilibrio, porque el valor de la vida, de la verdad, de la honestidad se plantean por sí solos, no necesita justificarse. Lo que deberíamos hacer es examinar si alguno de éstos y otros valores se aplican y a qué se aplican y realizar, en el pequeño mundo de cada uno, nuestra propia crítica.

(*) Roberto Spratt


 

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